por Ivonne Saed
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25 de agosto de 2020
For English, scroll down. Para Sylvia London ¿Las cosas que han sucedido pueden volver a suceder? El hierbero dice que sí. «Están ahí, en alguno de los mundos, y, como las almas, pueden regresar. Será nuestra culpa si sucede, tal vez.» Mejor ser prudentes y tener la memoria despierta. —Mario Vargas Llosa. El hablador. Saúl Zuratas, un joven universitario peruano, mitad criollo y mitad judío, pelirrojo, blanco y con un enorme lunar de nacimiento que le divide el rostro en dos, cuya fascinación por La metamorfosis de Kafka tiene tintes de obsesión, entra en contacto con la tribu amazónica de los machiguengas hasta, eventualmente, asimilarse por completo a ellos y desaparecer de su vida anterior sin dejar huella. Su amigo de juventud y nuestro narrador, después de años de no saber nada de él, se topa en una galería en Firenze con unas fotografías de machiguengas que renuevan su propia obsesión por comprobar lo que siempre sospechó y a lo largo de los años pudo confirmar: que Saúl emigró a la selva para convertirse en uno de ellos. Desde el primer capítulo de El hablador el narrador de Mario Vargas Llosa —el autor mismo, quizás— nos invita a creer que la novela es su propio recuento autobiográfico y que Saúl Zuratas —Mascarita— existió en la realidad. Así, la incredulidad queda suspendida de inmediato y entramos de lleno a las largas conversaciones en bares lúgubres del centro de Lima en los que Saúl, cada vez más apasionadamente, más como en trance, habla de los machiguengas, de sus creencias, su cosmogonía y su visión determinista del comportamiento humano. La historia se cuenta con analepsis y prolepsis que ayudan a revelar lo que el lector sospecha desde el principio: que Mascarita se ha convertido en el hablador machiguenga, ese personaje en constante movimiento, vínculo entre los núcleos familiares diaspóricos que conforman a ese pueblo de hombres que andan, pueblo errante cuya supervivencia depende en gran parte de que cumplan con su destino nómada y de que escuchen la palabra que los une a todos. Las coincidencias entre este pueblo primitivo, anterior a la conquista española e incluso a los incas, con el pueblo judío al que el padre de Saúl pertenece, son muchas, aunque de ninguna manera evidentes en principio. Más allá de los libros de etnología que Saúl-Mascarita lee, la única obra literaria en la que se interesa es en La metamorfosis de Kafka. Es claro que se identifica con Gregorio Samsa, con su soledad por ser ese otro siniestro, ese ser atrapado en un cuerpo que lo margina y aísla o, como uno de los lingüistas de la novela describe al hablador, un “serigórompi […] un excéntrico, alguien distinto de lo normal” (Vargas Llosa, 175-6). Su gran lunar morado es una especie de huella que lo predestina. Su éxodo con los machiguengas, así, responde tanto a una necesidad de escape de una sociedad que lo ve como monstruo por su fealdad, tanto como a un llamado para ejercer esa errancia a través de la palabra que le viene desde sus propios orígenes como judío. Las narraciones del hablador tienen siempre un tono casi bíblico. De la misma manera que en el antiguo testamento aparece con frecuencia el término “como está dicho”, el hablador también hace el recuento de lo que pasa en cada rincón donde viven los miembros de la tribu mediante repeticiones constantes de expresiones como “diciendo” o “Eso es, al menos, lo que yo he sabido.” Este tratamiento de lo que se cuenta le imprime al relato un tinte casi sagrado y lo convierte en tradición oral incuestionable, en una territorialidad abstracta que mantiene la cohesión entre las personas. Como lo expresa Silvana Rabinovich en su prólogo a La huella del otro de Emmanuel Levinas: “«El lenguaje —escriben [Deleuze y Guattari]—deja de ser representativo para tender hacia sus extremos o sus límites». Es decir que la territorialización se da en cuanto se fuerza la lengua mayor para expresar lo inexpresable en su cosmovisión, ésta se vuelve otra, extranjera respecto de sí misma, para expresar lo Dicho rebasado por el Decir.” (Levinas, 19) Las coincidencias que encontramos en esta novela entre lo que se nos muestra de los machiguengas y lo que sabemos del pueblo judío son muchas y evidentes y, conforme avanzamos en la lectura, se va haciendo cada vez más claro que ésta es la dualidad que conforma el espíritu del personaje. Igual que Saúl y su padre pertenecen al pueblo del libro, de la palabra, de la diáspora constante, el pueblo errante que por siglos estuvo exiliado sin un lugar fijo donde echar raíces, unido únicamente por la narración repetitiva de sus creencias comunes, el hablador de los machiguengas va de un punto de la diáspora de su tribu a otro, contando historias del antes y del después que los entretejen a todos como un solo pueblo, historias que son “la savia circulante que hacía de los machiguengas una sociedad, un pueblo de seres solidarios y comunicados” (Vargas Llosa, 91-2). Además del tono bíblico, alegórico, el hablador, aunque entremezclando el tiempo cronológico, hace una distinción entre lo que fue antes y lo que fue después. Su función es la de una especie de guía espiritual o rabino que les habla de la Creación como si fuera una suerte de vía láctea fluvial en la que todos los ríos convergen desde arriba y desde abajo, de la manera en que cada animal es una transmutación de algún hombre, de cómo todo fue creado por el soplo de Tasurinchi —dios de todo lo bueno— y Kientibakori —amo de los demonios y creador de lo que hace daño. Al mismo tiempo, el hablador también cumple con la función de contar lo de después, esto es, lo que ha sucedido en el pasado común de los hombres y lo que acontece ahora a aquéllos que andan, a sus parientes, conocidos y al resto del pueblo. Igual que entre el pueblo judío del que Saúl proviene, estas narraciones son la savia circulante que los teje a todos como un solo pueblo a pesar de la distancia que existe entre unos y otros a lo largo y ancho de la Amazonía peruana. Conforme avanza la historia, estas coincidencias entre el origen de Mascarita y los machiguengas se vuelven más obvias: en una de sus narraciones, el hablador relata que él mismo viene de fuera, de un pueblo que, despojado de su tierra, también erra por el mundo. En este punto de la novela, las historias que el hablador cuenta a sus escuchas están cada vez más contaminadas por la cosmogonía, mitología e historia judías, de las que él mismo es muchas veces protagonista. El hablador es un Adán que contribuye a la Creación por medio de la palabra hablada, dando nombre a las cosas y animales que “fueron hombres, antes. Nacieron hablando, o, mejor dicho, del hablar. La palabra existió antes que ellos. Después, lo que la palabra decía. El hombre hablaba y lo que iba diciendo, aparecía. Eso era entes. Ahora, el hablador habla, nomás. Los animales y las cosas ya existen. Eso fue después” (128). Aquí la referencia al libro del Génesis es clara: la Creación acontece por medio de la palabra. El hablar es el medio creativo por excelencia, ya que cada cosa ha de ser primero nombrada para poder existir, y es Adán a quien Jehová le asigna esta tarea de diferenciación por medio de la palabra. De la misma manera, conforme avanza la novela y leemos más relatos del hablador, más coincidencias con el libro del Génesis aparecen: igual que la mujer de Lot se convierte en estatua de sal, Pareni y su hija se convierten en estatuas de roca en el Cerro de la Sal; de la misma forma que las personas empiezan a hablar diferentes lenguas por decreto divino al intentar construir la Torre de Babel y dejan de comprenderse y se dispersan, los viracochas blancos azuzan a las gentes de cada uno de los diferentes pueblos indígenas para que se destruyan unos a otros. El asunto del lenguaje permea toda la novela de formas muy diversas, no sólo por la figura indispensable del hablador para la trascendencia del pueblo, sino también por la invasión cada vez más penetrante en la Amazonía del Instituto Lingüístico de Verano, un grupo presbiteriano de misioneros estadounidenses cuyo objetivo es estudiar las lenguas nativas para traducir la biblia a estos idiomas y, eventualmente, evangelizar a toda la población de la Amazonía mediante un proceso que ellos consideran humanitario, mientras los machiguengas lo perciben como una violencia. Para Saúl, por su parte, la presencia de estos lingüistas cristianos estadounidenses es una descarada colonización que lo hace rabiar, a riesgo de desatar alguna desgracia en el mundo como consecuencia determinista de su arranque de cólera. Sin embargo, la paradoja está en que Saúl, influenciado por su propia condición dual —la religión paterna, su rostro dividido, su identificación con la marginación y la soledad de Gregorio Samsa— acaba integrando en sus relatos como hablador parte de la mitología judeocristiana y de la tradición occidental, defraudando así su propia convicción de que los machiguengas deberían conservar su cultura intacta. O para ponerlo en palabras de Michel Houellebecq, acaba colaborando con la “mutación metafísica, [que] se desarrolla sin encontrar resistencia hasta sus últimas consecuencias” (Houellebecq, 8). Portland, Oregon. Agosto, 2020. BIBLIOGRAFÍA Houellebecq, Michel. Las partículas elementales. Traducción de Encarna Castejón. Barcelona: Anagrama, Panorama de narrativas, primera edición, 1999. Levinas, Emmanuel. La huella del otro. Prólogo de Silvana Rabinovich. México: Taurus, 1998. Torah Neviim Ktuvim. Yerushalaim: Hotzaat Koren Yerushalaim, 5749 • 1989. Vargas Llosa, Mario. El hablador. Mexico: Seix Barral, 1987. Words as Territory For Sylvia London Can things that once happened happen again? The herbalist says yes: “They’re there, in one of the worlds, and like souls, they can come back. It’ll be our fault if that happens, perhaps.” Best to be prudent and to keep memory awake. —Mario Vargas Llosa. The Storyteller. Saúl Zuratas, a young Peruvian college student, half Creole and half Jewish, redhaired, white, and with an enormous birthmark that divides his face in two, whose fascination with Kafka’s The Matamorphosis borders on obsession, gets in contact with the Machiguenga Amazon tribe until, eventually, he fully assimilates into their people and disappears from his former life without a trace. His friend from their college years, and our narrator, after years of not knowing anything about him, enters a gallery in Firenze where he finds a photographic exhibit about the Machiguengas, renewing his own obsession to prove what he always suspected and was able to confirm after many years: that Saúl emigrated to the jungle to become one of them. From the first chapter of The Storyteller, Mario Vargas Llosa’s narrator—the author himself, perhaps—invites us to believe that the novel is his own autobiographical account, and that Saúl Zuratas—Mascarita—actually existed. Thus, we immediately suspend our disbelief and get fully immersed into the long conversations in gloomy bars of downtown Lima where Saúl, with growing passion, more like in a trance, talks about the Machiguengas, their beliefs, their cosmogony and their determinist vision of human behavior. The story is told through flashbacks and flashforwards that help reveal what the reader suspects from the onset: that Mascarita has become the Machiguenga storyteller, the hablador, that character who is always on the move, linking the various diasporic family nuclei that make up the people of men who walk, wandering people whose survival depends greatly on the fulfillment of a nomadic destiny and on the act of listening to the words that unite them as one. Even when they are not evident from the beginning, many are the coincidences between this primitive group, predating the Spanish conquest and even the Incas, with the Jewish people to which Saúl’s father belongs. Beyond the ethnology book that Saúl-Mascarita reads, the only literary work in which he has any interest is Kafka’s The Metamorphosis. It is clear he identifies with Gregor Samsa, with his solitude for being that sinister other, that being who’s trapped in a marginalizing and isolating body; “a serigórompi. Meaning an eccentric; someone different from the rest”. (Vargas Llosa, 181). His great purple birthmark is a sort of trace of his predestination. His exodus with the Machiguengas responds to both a necessity to escape a society who sees him as a monster due to his ugliness, and to a call to perform that exodus through the use of the word he carries from his own origin as a Jew. The hablador narrative always has a quasi-biblical tone. Just as in the Old Testament we frequently find the term “saying”, the hablador also gives his account of what happens in every corner where the members of the tribe live through constant repetitions, like “saying” or “That, anyway, is what I have learned.” This style of telling lends the story an almost sacred overtone, and treats it as unquestionable oral tradition within an abstract territoriality that maintains the cohesion between the individuals. Silvana Rabinovich conveys this it in her prologue to La huella del otro (The Trace of the Other) by Emmanuel Levinas: “«Language—[Deleuze y Guattari] write—stops being representative in order to tend toward its ends or its limits». This means that the territoriality happens when a major language is forced to express the inexpressible in its cosmovision; it becomes other, foreign to itself, so that Saying surpasses what’s being Said.” (Levinas, 19) (My translation from the Spanish.) The coincidences we find in this novel between what we are shown of the Machiguengas and what we know about the Jewish people are many and evident, and as we move forward in our reading, it becomes ever clearer that’s the duality that constitutes the spirit of the character. Just as Saúl and his father belong to the people of the book, of the word, of the constant diaspora, the wandering people who’s been in exile for centuries without a permanent place to take root, only united by the repetitive narrative of their common beliefs, the Machiguenga hablador goes from a point of his tribe’s diaspora to another, telling stories of the before and the after that intertwine them all as a single people; stories that are “the living sap that circulated and made the Machiguengas into a society, a people of interconnected and interdependent beings” (Vargas Llosa, 93). Despite the fact that he mixes up the chronologic time, and beyond the biblical, allegorical tone of his speech, the hablador makes a distinction between what was before and what was after. His task is that of a spiritual guide or a rabbi who tells them about Creation as a sort of milky way constituted of rivers that converge from above and from under, about how each animal is a transmutation from a man, about how everything was created by the breath of Tasurinchi—the god of everything that’s good—and Kientibakori—master of devils and creator of what damages. At the same time, the hablador fulfills the function of telling about the after, that is, what has happened in the common past of men and what occurs now to those who walk, to their families, acquaintances and to the rest of the group. Just as among the Jewish people—Saúl’s origin—these narrations are the living sap that circulates and weaves them all as a single people, despite the distance between them along and across the Peruvian Amazonia. As the story moves on, these coincidences between Mascarita’s origin and the Machiguengas become more obvious: in one account, the hablador tells how he himself came from the outside, from a people stripped of their land who also wander around the world. At this point in the novel, the stories the hablador tells his listeners are more and more contaminated with the cosmogony, mythology and history of the Jews—stories of which he is often the protagonist. The hablador is an Adam that collaborates with Creation through the spoken word, naming things and animals that “have all been men, before. They were born speaking, or, to put it a better way, they were born from speaking. Words existed before they did. And then, after that, what the word said. Man spoke and what he said appeared. That was before. Now a man who speaks speaks, and that’s all. Animals and things already exist. That was after” (131-2). Here the reference to the book of Genesis is clear: Creation occurs through the word. Speaking is the creative medium par excellence, as every thing has to be named first in order to exist, and it is Adam who Jehovah assigns the task of differentiation through words. Similarly, as the novel continues and we read more narrations by the hablador, more coincidences with the book of Genesis appear: like Lot’s wife converting into a pillar of salt, Pareni and her daughter become rock statues in the Salt Hill; like people in Babel start speaking different languages by divine decree while trying to build their tower and stop comprehending each other thus leading to their dispersion, the white viracochas incite the members of the different indigenous tribes to destroy each other. The issue of language permeates throughout the novel in various ways, not only because of the essential image of the hablador for the people’s transcendence, but also because of the penetrating invasion of Amazonia by the Summer Linguistic Institute, a Presbyterian group of US missionaries whose goal is to study the native languages in order to translate the Bible into those, and eventually, evangelize all the Amazonia population through a process they consider humanitarian, whereas the Machiguengas perceive it as violence. For Saúl, on the other hand, the presence of these Christian linguists from the US is a blatant colonization that makes him furious, at the risk of unleashing misfortunes in the world as a consequence of his choleric fit. However, the paradox lies in that Saúl, influenced by his own dual condition—the paternal religion, his divided face, his identification with Gregor Samsa’s alienation and solitude—ends up integrating part of the Judeo-Christian mythology and the Western tradition into his stories, thus betraying his own conviction that the Machiguengas should preserve their culture untouched. Or, to paraphrase Michel Houellebecq’s words, he ends up collaborating with the metaphysical mutation, that once it has arisen, it tends to move inexorably toward its logical conclusion. Portland, Oregon. August, 2020. BIBLIOGRAPHY Houellebecq, Michel. The Elementary Particles. Translation by Frank Wynne. New York: Vintage, 2000. Levinas, Emmanuel. La huella del otro. Prólogo de Silvana Rabinovich. México: Taurus, 1998. Torah Neviim Ktuvim. Yerushalaim: Hotzaat Koren Yerushalaim, 5749 • 1989. Vargas Llosa, Mario. The Storyteller. Translation by Helen Lane. New York: Picador, 1989.